
Acaba noviembre. Atrás quedaron las fiestas que honran a los muertos, que festejan a los espíritus y que le plantan cara al miedo con una sonrisa al menos una vez al año.
Es curiosa la manera tan diferente en que empiezan los dos meses con que se remata el periodo anual. En uno se vuelve la vista hacia los que se quedaron en el camino, aquellos que nos amaron y a los que amamos. Conforme avanza el mes, vamos añadiendo una lucecita aquí y otra allá hasta que extendemos una alfombra roja para dar la bienvenida a diciembre con su, cada vez más fastuosa e hipnótica, Navidad.
Antes de meterme de lleno en el camino de bombillitas y generalizados buenos deseos, quisiera retornar al misterio en el que no entré cuando era el momento "oficial". Todavía es noviembre.
Compartamos un relato que forma parte de la historia de mi familia desde hace más de medio siglo. Siempre que se lo oía contar a mi madre, unos dedos invisibles recorrían mi espalda hasta llegar a mi nuca, donde conseguían hacer que toda yo me estremeciese.
No es ficción.

"¡Ahí va! ¡Qué cerval!- dijo Angel, sentado al lado del fuego. El gato estaba debajo de su silla. Era la primera vez que lo veían. Blanco impoluto, no se veía un gato así por aquellos lares.
Al amor de la lumbre, estaba toda la familia, Eugenia, la madre, viuda doliente de Rogelio Pozo, y los hijos. Al mayor, José, le seguían Angel y Pedro, la única hija, Virtudes, y el pequeño, Rogelio, aquejado de una grave neumonía que daba sus últimos coletazos.
El pequeño pasaba sus ratos entre el sofá y la cama, descansaba y comía lo que el resto de la familia le procuraba con ansia para mejorar su estado. Estaba débil pero resistía, luchaba por una vida joven, porque las lágrimas no volvieran a los ojos de su madre y por seguir al lado de su Virtudes, ¡tan luchadora, tan cuidadosa, tan amante y tan necesitada de apoyo! El gato se acostó a sus pies y ya no se separó de él. Cuando el sol se ponía y Rogelio se iba a su habitación, el gato se echaba a los pies de su cama. Cuando el niño, de catorce años, se levantaba para pasar el día en la cocinilla al lado del fuego, el gato le acompañaba y se quedaba todo el día con él.
La familia, que en un principio no había reparado en él, los gatos entraban y salían de

Con los días, la salud del pequeño empezó a decaer, las fuerzas ya no le permitían levantarse de la cama y los suyos le rodearon en la habitación, velaron su sueño y su respiración, rezaron a su lado y pidieron por él mientras luchaban por un pequeño rayo de esperanza.
El gato siempre. El gato con él. El gato no dejo sus pies. No comió. No bebió. Le confortaba.
Era de madrugada. Hacía quince días que el gato apareció al lado de la lumbre. Eugenia velaba a su hijo. Había dormido tranquilo, sereno. De repente, abrió los ojos y levantó la cabeza:
-¡Ya se va!-dijo Rogelio.
-¿Quién se va?-le preguntó expectante su madre.
La respuesta no llegó. Su alma se fue suavemente, mientras un manto de dolor caía sobre la casa.
Nadie volvió a ver al gato.
Mi madre, su hermana, Virtudes, nos contó cómo con el tiempo la familia fue consciente de cómo el gato se había ido delante de Rogelio, de cómo se preguntaron quién era aquel que había abierto el camino y se lo llevó consigo".

¿Quién no se ha preguntado alguna vez que hay detrás de la mirada de un gato?