Va a llegar noviembre y con él el día de Todos los Santos, al cual defiendo contra viento y marea en contra de la invasión norteamericana de Halloween. Lo único que tienen en común, a mi entender, es el culto al más allá y a aquello que de allí pueda venir o allá pueda ir.
Quiero volver a poner una entrada que colgué el año pasado por estas fechas, recién estrenado mi blog, y que muchos no leisteis pues entonces todavía no nos conociamos.

Compartamos un relato que forma parte de la historia de mi familia desde hace más de medio siglo. Siempre que se lo oía contar a mi madre, unos dedos invisibles recorrían mi espalda hasta llegar a mi nuca, donde conseguían hacer que toda yo me estremeciese.
No es ficción.
"¡Ahí va! ¡Qué cerval!- dijo Angel, sentado al lado del fuego. El gato estaba debajo de su silla. Era la primera vez que lo veían. Blanco impoluto, no se veía un gato así por aquellos lares.

Al amor de la lumbre, estaba toda la familia, Eugenia, la madre, viuda doliente de Rogelio Pozo, y los hijos. Al mayor, José, le seguían Angel y Pedro, la única hija, Virtudes, y el pequeño, Rogelio, aquejado de una grave neumonía que daba sus últimos coletazos.
El pequeño pasaba sus ratos entre el sofá y la cama, descansaba y comía lo que el resto de la familia le procuraba con ansia para mejorar su estado. Estaba débil pero resistía, luchaba por una vida joven, porque las lágrimas no volvieran a los ojos de su madre y por seguir al lado de su Virtudes, ¡tan luchadora, tan cuidadosa, tan amante y tan necesitada de apoyo! El gato se acostó a sus pies y ya no se separó de él. Cuando el sol se ponía y Rogelio se iba a su habitación, el gato se echaba a los pies de su cama. Cuando el niño, de catorce años, se levantaba para pasar el día en la cocinilla al lado del fuego, el gato le acompañaba y se quedaba todo el día con él.
La familia, que en un principio no había reparado en él, los gatos entraban y salían de las casas a voluntad porque las puertas estaban siempre abiertas para los animales y las personas, empezó a preguntarse de quién era aquel animal. Era diferente, nunca se había visto un gato así. Los hermanos empezaron a pedir razón a los vecinos. Nadie sabía nada, nadie lo había visto, no era de nadie. Pero estaba ahí, era la sombra de Rogelio, paso que daba el muchacho, paso que el gato daba con él. Nadie le vio comer ni beber en el tiempo que estuvo en la casa, parecía alimentarse del aliento del niño.

Con los días, la salud del pequeño empezó a decaer, las fuerzas ya no le permitían levantarse de la cama y los suyos le rodearon en la habitación, velaron su sueño y su respiración, rezaron a su lado y pidieron por él mientras luchaban por un pequeño rayo de esperanza.
El gato siempre. El gato con él. El gato no dejo sus pies. No comió. No bebió. Le confortaba.
Era de madrugada. Hacía quince días que el gato apareció al lado de la lumbre. Eugenia velaba a su hijo. Había dormido tranquilo, sereno. De repente, abrió los ojos y levantó la cabeza:
-¡Ya se va!-dijo Rogelio.
-¿Quién se va?-le preguntó expectante su madre.
La respuesta no llegó. Su alma se fue suavemente, mientras un manto de dolor caía sobre la casa.
Nadie volvió a ver al gato.
Mi madre, su hermana, Virtudes, nos contó cómo con el tiempo la familia fue consciente de cómo el gato se había ido delante de Rogelio, de cómo se preguntaron quién era aquel que había abierto el camino y se lo llevó consigo".

¿Quién no se ha preguntado alguna vez que hay detrás de la mirada de un gato?